Cada vez que me pasa, recuerdo la frase de James Carville en la exitosa campaña de Bill Clinton que lo llevó a la presidencia. “¡Es la economía, estúpido!”, dijo el estratega de Clinton para señalar dónde estaba el centro del debate, y poner así en evidencia los artificios dialécticos del opositor Bush, que camuflaban la raíz del problema. Más allá de las circunstancias en las que se pronunció, la contundente frase de Carville se ha convertido en un clásico para retratar a todos aquellos que, incapaces de ir al meollo de un hecho traumático, se salen por la tangente e intentan desviar el foco. Consiguen así dos resultados perversos: rebajar, minimizar y blanquear la gravedad del tema que se plantea, y, al mismo tiempo, aprovechar para colocar otro, llenándolo de consignas y propaganda.


Decía, pues, que me ha vuelto a pasar. Publiqué estos días en las redes algunos mensajes en homenaje a las víctimas del Holocausto y, al instante, como si fuera el efecto Pavlov, empezaron a brotar los improperios, siempre con la frase de cabecera: “Y los palestinos, ¿qué?”. O peor, otra muy malvada que, en sus diversas formas, viene a decir que ahora los judíos hacen lo mismo con los palestinos. Con respecto a este tema, me permito algunas reflexiones. De entrada, la absoluta mayoría de los que replican indignados ―y convencidos de que están en el ‘bando bueno’― no saben nada del conflicto, ni su historia, ni cómo se ha desarrollado, ni las responsabilidades de cada parte, ni qué países participan financiando ataques, logística y terrorismo contra Israel. ¿O creían que solo se trata de palestinos e israelíes? Bendita estupidez. La enorme ignorancia del tema es directamente proporcional a la osadía con la que muchos repiten, como loros, consignas prefabricadas y mentiras monumentales. Siempre me ha llamado la atención que el conflicto más complejo del mundo (con más de setenta años de duración) sea el que tenga ‘más expertos’ que lo comentan. Estos mismos ‘expertos’ no sabrían decir nada sobre geopolítica, u otros conflictos larvados, o sobre el fenómeno del yihadismo en el Sahel, o sobre qué pasó con los hutus y tutsis. Pero sobre Israel lo saben todo: que los judíos son muy malos y que los palestinos son muy buenos. Y así, la enorme complejidad del conflicto se convierte en un mero panfleto de propaganda. A la respuesta a “Y los palestinos, ¿qué?”, tendríamos que estar horas explicando el papel perverso que han jugado los países árabes e islámicos durante décadas, la responsabilidad que han tenido los líderes palestinos ―históricos y actuales― al quemar todas las opciones, o al alimentar un discurso de odio permanente que solo sirve para secuestrar el futuro de generaciones de palestinos, o al potenciar la ideología islamista que todo lo quema. Aquí solo nos interesamos por el tema cuando el Ejército israelí hace una incursión, pero nunca queremos saber nada de los miles de misiles que han caído encima de la población israelí, o de los millones de euros dedicados a fomentar el yihadismo entre los palestinos, etcétera. Todo es blanco y negro, y así aquellos que nunca se han preocupado por las víctimas de los conflictos ― ¿quieren que hablemos de los yemeníes, por ejemplo, sometidos a una guerra sangrante, o del actual conflicto del Senegal con el Daesh, o…? ― tranquilizan su conciencia enarbolando la bandera palestina. Es maniqueísmo, es ignorancia y es hipocresía.

Pero la cosa empeora si, en lugar de hablar de Israel, hablamos de los judíos. Estos días, a raíz de Pegasus, ya hemos podido leer tantas burradas sobre la ‘culpa judía’ en el espionaje, que me ahorro la vergüenza de responder a tanta imbecilidad. Pero es necesario poner encima de la mesa el antisemitismo larvado y a menudo inconsciente que late en nuestra sociedad, un antisemitismo que, a estas alturas, es el fenómeno de odio que más crece en el mundo. Lo cual nos tendría que preocupar mucho, porque el antisemitismo es una escuela de odio: si se aprende a odiar a los judíos, sencillamente se aprende a odiar. Aparte de que hablar de los ‘judíos’ así, en genérico, no solo es una estigmatización de todo un pueblo, sino una nueva burrada simplista. Tan judío es Woody Allen como un rabino ortodoxo. ¿De qué y de quién hablan todos éstos cuando dicen que hablan de los judíos?


“El antisemitismo es una escuela de odio: si se aprende a odiar a los judíos, sencillamente se aprende a odiar”